martes, 24 de agosto de 2010

Segundo lugar en el Certamen de Cuento Corto "Elena Garro"

En la edición del martes 24 de agosto de 2010, DIARIO 21, de Iguala, Gro., publicó el cuento ganador del segundo lugar en el Primer Certamen Estatal de Cuento Corto "Elena Garro":
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La esposa del tigre
2do. Lugar
José I. Delgado Bahena
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Es media noche. Despierta al percibir el olor a pez muerto que despiden los tigres en celo y siente miedo. Conoce bien el tufillo por haber presenciado el apareamiento que tuvieron una pareja de estos felinos, encerrados en una jaula del circo que cada año llegaba a instalarse en el terreno baldío, a un lado de su casa. En aquel entonces, ella era apenas una niña de ocho años que se quedaba, durante las vacaciones de verano, encerrada, repasando los textos escolares acompañada por su primo Quétzal, de doce, que recién había terminado la primaria y le explicaba las primeras operaciones matemáticas.
Esta noche, siete años más tarde, con la pestilencia a mar podrido impregnada en su nariz y entre la pesadez de una bruma hostil que ensombrece la tenue luz de la pequeña lámpara que tiene encendida sobre su buró, se talla sus adolescentes ojos tratando de despejar la penumbra y precisar de quién es la enorme silueta que se recorta a un lado de la puerta y que le hace estremecerse con una corriente eléctrica que le eriza la abundancia de su tierno vello púbico.
−¿Quién está ahí? –pregunta más por inercia que por verdadero interés en confirmar que alguien se encuentra a tres metros de su cama.
Siente frío. Toma un cojín que está junto a su brazo izquierdo y lo lleva hacia sus pechos. Acomoda su cuerpo de costado, hacia la puerta, dobla sus rodillas y se talla los pies en busca de un poco de calor que le calme el temblor que le hace apretar el cojín contra su estómago.
El silencio, rasgado apenas por un suspiro parecido a un jadeo contenido, que rebota en el piso, trepa por una de las patas del camastro y se desliza sobre sus sábanas para llegar, insinuante, en el filo de la almohada e incrustarse de golpe en el tímpano de su oído derecho, es la única respuesta que obtiene el temblor de su pregunta.
Por un instante teme todo, incluso por su vida; sin embargo, es un momento, tan breve, como un relámpago perdido en la lejanía de las montañas, que levita en su memoria y le lleva a recordar, con la nitidez de una nota vibrando sobre la neblina que envuelve su cuarto, aquella época en que el primo, adolescente, con sólo diecisiete años −pero con un embarnecimiento de hombre adulto que hacía suspirar a las feligreses que se acercaban a presenciar las danzas −, representaba al Tecuán, o Tigre, en la danza de Los Tecuanes. Y sus malabares por las cuerdas y los viejos árboles en el patio del templo del pueblo, despertaban la curiosidad, el morbo, la emoción y hasta la libido de las mujeres que recreaban su vista sobre sus torneados glúteos que se dibujaban en las manchas del traje entallado que usaba para su personaje.
Y ella, la pequeña Sofía, a los trece años, compañera inseparable del primo Quétzal desde que iniciaban las festividades del segundo viernes de cuaresma en su comunidad, tenía que embodegar los nacientes celos de pequeña hembra que le provocaban los comentarios y las risitas de las espectadoras que se ubicaban a un lado suyo para regocijarse con los disturbios que provocaba la representación de esta danza y con la excitación que les provocaba la torneada figura de Quétzal, enfundado en su vestuario de danzante.
Desde que el pitero comenzaba a golpear el pequeño tambor para acompañar con sus percusiones la melodía que producía soplando una rústica flauta hecha de carrizo silvestre, y llamar a los danzantes para la última representación de la noche, la gente abandonaba sus puestos alrededor de otras danzas para ir a recuperar su algarabía y aplaudir las peripecias que el apuesto tigre hacía para escapar de sus perseguidores.
La motivación de Sofía, que con los instintos de su entrepierna desatados por la cercanía del primo danzante, que en los últimos meses había superado la talla común de los muchachos del pueblo y a ella le había regalado una menstruación precoz desde los diez años y quien, regocijada en el dolor físico que le confirmó el salto de niña a mujer con ilusiones y esperanzas fijas en los ojos, en los brazos, en las piernas, en las manos y en las nalgas de Quétzal, se interesó por colaborar en las festividades bajo la tutela del cura Juan Ignacio y de su padre, Agustín, sólo por el mero pretexto para estar junto al primo.
Y desde que Salvadorche, el hacendado de la danza de Los Tecuanes, encomienda a su ayudante, Mayeso, la caza de la bestia, que ha saciado su hambre devorando a un cervatillo, Sofía tiembla al pensar que su primo tendrá que trepar por los árboles y luego deslizarse por las cuerdas, seguido de los cazadores. Cuando esto ocurre, él se limita a inclinarse hacia ella y le muestra sus ojos de espejo que adornan la máscara de tigre que usa para cubrir su rostro y completar la representación del animal.
Durante la danza, en la que todos son hombres con vestuarios diversos que representan a los personajes de los nacientes días coloniales, entre los que se incluye a un “doctor” que curará a los heridos que son atacados por El Tigre, Sofía intercala los diálogos de preocupación del hacendado −por los perjuicios que ha ocasionado la bestia en su ganado y en sus terrenos de cultivo−, con los que ella misma sostiene entre las veredas de su corazón donde ha depositado tres dagas: de temor, de celos y, por supuesto, de un escondido amor por el primo Tigre.
Los bailes, acompasados al ritmo del tambor y de la flauta, llevan al viejo Mayeso entre las dos filas de danzantes en busca de los hombres que aceptaran el pago que les ofrecía para formar un grupo e ir en persecución del Tigre que ronda la comarca −según el ritual representado en esta tradición− y a Sofía le hacen mover sus pies en armonía con ese golpeteo que se amalgama en los latidos de su adolescente corazón.
Para completar el ritual, otros personajes se agregan al grupo de perseguidores: el viejo Flechero, el viejo Lancero, el viejo Cacahiyel y el viejo Xohuaxclero, quien lleva los lazos para atrapar al Tigre, pero tampoco logran el objetivo de matar a la bestia. Al fallar también éstos, Mayeso llama al viejo Rastrero (con sus buenas perras, entre las cuales está la perra Maravilla) y a Juan Tirador, quien trae sus buenas armas y sube sobre los hombros de los demás cazadores en una figura a la que llaman “las piedras” para tener mejor visibilidad sobre su presa.
El olor a pez muerto ha embarrado por completo las paredes de su cuarto y atrofian su olfato. Decide salir de la cama y se sienta en la orilla aún oprimiendo la almohadilla, que le ha servido de poco para calentarla, junto a sus senos congelados en las punzadas del frío de la noche.
La penumbra es espesa y la temperatura desciende aún más. Suelta el cojín que rueda sobre el piso, con su mano derecha se talla la nariz y con la izquierda toma una de las puntas de su edredón y se envuelve con él. Cierra los ojos como un vago intento de creer que es sólo un sueño y que al volverlos a abrir despertará y la neblina, así como la silueta que sigue empotrada en la pared y que ella distingue apenas como en relieve, habrán desaparecido.
Son varios minutos en los que su respiración se vuelve agitada y se acelera con el ritmo de quien intenta desahogar la mayor de las tribulaciones a través de un grito contenido en el baúl tormentoso de una pesadilla. Por fin los abre y su mirada es un rayo penetrante cargado con explosivos de la desesperación y el desaliento. No tiene dudas, sabe de quién es la silueta y el dolor llega a instalarse en cada una de sus uñas con las que se rasga las piernas. Sus manos suben hacia sus pechos y oprimen sus pezones hasta lograr que lance un gemido austero, plagado de nostalgias y de ansias insatisfechas, que le devuelve sus miedos.
Cada golpe del tambor le hacía temblar. Para disimular su turbación ante la multitud que le cerca, ha cruzado los brazos sobre sus crecientes pechos y busca con su mirada la de él; El Tigre ha subido al viejo árbol y, detrás suyo, sus perseguidores. La multitud está a la expectativa. Quétzal, trepado sobre una rama del trueno, alzando su mano derecha le dirige un saludo a su prima. Ella agradece el gesto y le devuelve una sonrisa fingida, cargada más de preocupación que de emoción.
El ritmo de las percusiones se hace más intenso y hacen eco con los latidos del corazón de Sofía. El Tigre acomoda su cuerpo sobre las cuerdas tendidas en el aire a seis metros del piso de cemento del atrio, enreda sus piernas y con sus manos tira hacia adelante, deslizándose poco a poco hacia el otro extremo. Está a dos metros de llegar a la rama del viejo árbol donde ataron la otra punta, cuando gira hacia la derecha en un movimiento brusco, de gran riesgo, que arranca los gritos de los espectadores y hace que Sofía cierre los ojos y se cubra la cara. Para no caer, El Tigre se sostiene con sus fuertes muslos enlazados en las cuerdas, luego balancea el cuerpo para doblarlo hacia adentro, asirse con las manos y soltar los pies.
Colgando, espera a que el auxiliar del pitero le apoye y se deja caer hacia el piso. Los espontáneos aplausos le indican a Sofía que el peligro ha pasado y deja que dos lágrimas tiernas se deslicen por sus mejillas.
El regreso a las casas de ambos, por la vecindad de las familias, lo hacen en silencio. Ella tomando el brazo de él, impregnándose de su transpiración y de su cercanía, comprimiendo sus sentidos genuinos que han despertado a la religiosidad del amor a través de una falsa preocupación familiar y le llevan a reclamarle a él la fingida caída de las cuerdas que se le ocurrió para hacer más dramática la persecución. Él corresponde a su reclamo inclinándose para depositar un ingenuo beso en su mejilla y le pasa el brazo izquierdo por los hombros. Sofía rodea la cintura de Quétzal con su brazo derecho y lo atrae hacia su delgado cuerpo.
Así recorren los ochenta metros del camino que los lleva al terreno donde se ubican las casas paternas. Al llegar, cuatro cadenas los aprisionan y se funden en un abrazo interminable. La corpulencia de él, a sus diecisiete años, le hace parecer un padre que abraza a su hija de trece; pero los dos identifican la emoción que les brota en los pechos y callan. Es un silencio breve que él rompe con el obligado “que duermas bien” y ella con un “sí, descansa”. Quétzal repite el beso en la mejilla de ella y rompe el cerco de sus brazos. Sofía aún ve, iluminada por el foco que cuelga junto a la puerta, la varonil figura de su primo que se aleja y quien voltea sólo una vez, para sonreírle, antes de entrar a su casa y dejar con puntos suspensivos los enredos de la vida.
Animada por un valor irreconocible, decide enfrentarse a lo que ella considera su peor pesadilla. Se incorpora envuelta en su edredón, va hacia la ventana y abre un poco las cortinas. Esquiva, temerosa, la silueta que aún percibe a un lado de la puerta. Su mirada se vacía hacia el exterior en un campo sembrado de tomate. Una luna llena desgrana sus luces de plata sobre los cultivos, humedecidos por las recientes lluvias. Se arma de valor, acomoda sus cabellos detrás de sus orejas y voltea buscando la amenaza embrocada en el adobe de su cuarto. Ahí está. Un rayo de luna ha penetrado por la rendija que dejan las cortinas y golpea sus ojos plateados haciendo resaltar su enorme cabeza de Tigre. Es la confirmación de sus sospechas. Le teme, pero le desea. Un grito ahogado le asfixia y le lleva a descubrir por completo el rectángulo de la ventana. Sabe que es imposible, pero ahí está. De espaldas, regresa a su cama y se recuesta boca arriba, con las manos en la cara, extasiada, increíblemente viva ¿o también muerta?, se pregunta.
Veinticuatro meses después de aquel abrazo eterno, lo mismo: Quétzal, El Tigre, con diecinueve años de edad que han terminado de moldear su figura de hombre hecho, retando a sus eternos cazadores que le acosan con furia entre los fingidos bosques, sobre los mismos árboles viejos y despertando las mismas pasiones en las miradas furtivas que las casadas le regalan y las flores frescas que las solteras le tiran desde sus pupilas disimuladas en la penumbra que no disipan los antiguos faroles de la iglesia.
Pero ahora es diferente: la emoción de Sofía es distinta. Hace cuarenta y cuatro días que cumplió los quince años y, en su fiesta, Quétzal fue su principal acompañante. Al ritmo de sus primeros pasos, deslizándose en armonía con la reproducción de “Sobre las olas” en el aparato de música que hizo el favor de prestar Candela, la de la tienda, Quétzal le ofrece su mejor regalo de cumpleaños: “Un día me voy a casar con usted, prima”, le dijo susurrándole al oído y apretando con su mano izquierda la derecha de ella. Sofía no dijo nada, sólo lanzó su mirada hacia el cielo para disimular su turbación, tan fuerte que le hizo enrojecer sus mejillas, y le llevó a pedir, como su mejor deseo de quince años, que esa promesa de Quétzal se cumpliera. Sin dejar de mirar el firmamento estrellado de esa noche de enero, se dijo que si ese anhelo no se realizara, preferiría quedarse para vestir santos, como la tía Luisa que nunca se casó y se dedicó a cuidar a los niños de las sobrinas.
El recuerdo, fresco aún, se diluye con el sonido del tambor que anuncia la persecución sobre el lazo, tendido a seis metros de altura y atado de las ramas de dos árboles cercanos.
El Tigre, con la agilidad de siempre, se desliza sobre las cuerdas llevando entre sus manos el chicote con el que ahuyenta a las perras que lo acosan. Abajo, los cazadores, con Juan tirador al frente, organizan una pirámide humana para que el del rifle afine su puntería en posición de ventaja y cace a la bestia.
Ahora, El Tigre está a medio camino, en el centro del espacio ubicado como escenario, suelta las piernas y de manera sorpresiva, al unísono con el disparo del tirador, le obsequia a su público otra de sus acrobacias. Sentado sobre las cuerdas tensas, gira su cuerpo hacia abajo haciendo la figura de quien cae de cabeza hacia el pavimento. Quétzal confía en la fortaleza de sus muslos y piensa que le responderán para no descender y quedar colgando, asido de sus pies. En ese momento, la perra Maravilla se ha tendido sobre los lazos cambiando su posición y provocando que El Tigre falle en el cálculo para lograr sostenerse con sus piernas, que se trenzan en el vacío y dejan que él caiga, sin siquiera meter las manos, ni que alguien más le reciba abajo, con el cuerpo encorvado, golpeándose en la nuca, entre un mar de gritos de la gente que lo observa y que nada puede hacer por evitar la muerte instantánea del Tigre más apuesto que nunca habían tenido en la danza de Los Tecuanes.
Sofía, quien siempre que el primo hacía estas maniobras cerraba los ojos y evitaba verlo para no distraerlo y al mismo tiempo evadir la posibilidad de que su pecho se llenara de angustia, supo que algo malo había pasado por la interrupción de la música de la flauta y del pum pum del tambor.
No supo más. Su mente cayó en un sistema de defensa que le produjo una evasión de la realidad y la mantuvo enclaustrada en su habitación por órdenes médicas, y sólo bajo los cuidados maternos aceptaba algún tipo de alimento en espera de poder despertar de ese amargo sueño que la ha alejado de Quétzal.
De pronto, el clima, en el interior de la habitación, cambia. La neblina desaparece y la temperatura sube. La luna se ha ocultado detrás de un macizo de nubes negras que amenazan con descargar el primer aguacero del temporal que ya está encima, y la oscuridad se espesa más. El calor arrecia. Sofía sigue con la cara hacia el techo, sin atreverse a mirar hacia la puerta, porque no tiene dudas: sabe que él está ahí, con su traje de Tigre y su máscara con ojos de espejo. También sabe que es inútil, no podrá escapar y, al final, lo desea.
Definitivamente, siempre fue suya, en la vida…como en la muerte. Siempre suya; porque desde niña fue la novia de Quétzal, del Tigre, de Quétzal, del Tigre…por siempre y para siempre. Por eso, no opone resistencia cuando él se acerca para tomarla entre sus brazos; no grita, no protesta, no llora ni se acongoja, no teme. Con la confianza que siempre le tuvo, rodea con sus tiernos brazos el cuello de él y se sostiene con fuerza. ¿A dónde la lleva? Eso no importa. Por fin su sueño se cumple, y en el momento en que El Tigre salta por la ventana, con ella como su mejor botín, y corre entre el plantío de tomate, bajo las primeras gotas de la torrencial lluvia, Sofía entrecierra los ojos y deja que el destello de un relámpago que ha rebotado en uno de los espejos de la máscara, se filtre por sus pestañas, le ilumine el alma y le corone la frente; porque a partir de esa noche, ella es, por los siglos de los siglos: la esposa del Tigre.
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lunes, 23 de agosto de 2010

Primer luga en el Certamen de Cuento Corto "Elena Garro"

En la edición del lunes 23 de agosto de 2010, DIARIO 21, de Iguala, Gro., publicó el cuento ganador del primer lugar en el Primer Certamen Estatal de Cuento Corto "Elena Garro":
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Ita (Original de Lluvia)
1er. Lugar
José Antonio Sánchez
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Mayolo vio por primera vez a Ita en las fiestas de Santiago Apóstol, cuando todavía no se le borraban las facciones de niña, ni sabía calzarse los huaraches, ni tejerse la trenza. Le llamaron la atención sus ojos grandes, , su cabello negro y el color canela de su piel imberbe.
Estaba sentada en las baldosas de la plaza con Josefa su madre, junto al tendido en donde se amontonaban las canastas tejidas de palma, guajes coloreados y figuras de madera para la venta en aquel domingo de cohetones de vara, batallas de moros y cristianos, y del tañer de esquilas escurriendo desde las torres de la iglesia de Temalacatzingo.
Justino su compadre, sonrió al ver la expresión en el rostro de Mayolo y le dejó caer las palabras con cierta complicidad —Ta’ chula la chamaquita, es hija de Casimiro Ramos y viven en El Huamal aquí nomás cerquita- supo entonces, que aquella tierna creatura de facciones pueriles, estaba destinada para él de manera inexorable.
Un sábado de ladridos de perros espantados por las centellas de las primeras lluvias de agosto, Mayolo se presentó en casa de Casimiro Ramos, lo acompañaban su compadre Justino Toledo y el comisario de El Huamal Tomás Barrientos, con la comisión de negociar el pedimento: dos cartones de cerveza y cuatro litros de trago significaron las primeras muestras de sus buenas intenciones.
El precio de la niña no era problema para él, sus dos años de mojado le daban la seguridad de poder cubrir las exigencias del padre. Ya estaba cansado de usar mujeres correosas y meseras de piquera y para casarse, necesitaba a una niña virgen y mansa.
Casimiro le pidió a Josefa que llevara a sus dos hijas para saber a cuál pretendía el recién llegado —Ella es María, tiene catorce años y es buena para el quehacer, y ella es Ita, tiene doce y es la xokoyotl... ¿cuál de las dos?- preguntó el hombre a sus visitantes.
Mayolo se acercó a Ita y la cargó para sentarla en una silla tejida, le agarró la barbilla, le acarició el pelo, le vio los pies descalzos y centró su mirada en Casimiro — ella es la que me interesa- dijo con seguridad.
En la segunda visita, Ita jugaba en el patio de tierra con los niños del vecindario, su madre la llamó y la llevó a la cocina: la bañó, la vistió; le atoró con pasadores y listones de colores la trenza azabache alrededor de la cabeza, y la paró en mitad del jacal en donde Casimiro cerraba la negociación frente a la autoridad del pueblo. La boda se acordó para el primer martes de septiembre, y la dote se concretó en dos vacas, tres chivos y cinco mil pesos, más el trago y la cerveza suficiente para el festejo.
Con los ojos muy abiertos, Ita jugueteaba con las cintas azules y amarillas que colgaban de su cabeza, sin entender el significado de la palabra casamiento y menos, el por que tenía que salir de la seguridad de su hogar para vivir con aquel señor al que nunca había visto ni cruzado palabra. Dirigió la mirada a sus padres, y en ninguno encontró el consuelo a sus inmensas ganas de llorar.
Cuando se fue la visita, Ita abrumó con preguntas a su hermana María —Te vas a casar con ese señor Mayolo- le explicó, -pero yo a ese señor no lo conozco- respondió Ita, -eso no importa, nuestros padres ya trataron la dote, te acuerdas cuando nuestro hermano se casó con Justina, también la fueron a pedir y pagaron con animales y dinero, debes sentirte contenta, son dos vacas y tres chivos y mucho dinero- fue la conclusión de María ante el desconcierto de su hermana menor.
Para Ita esos argumentos no le eran suficientes, su mente de niña se negaba a entender su realidad, la angustia le llenó la boca de saliva, se sintió como el día en que se perdió entre la gente en la plaza de Olinalá y un siglo después, su madre la rescató del curato a donde la llevaron gentes de buena voluntad.
En los días siguientes, Ita llegó a pensar que el Santo Señor Santiago haría el milagro de deshacer el trato, y ella, se quedaría como siempre, como todos los días, a darle de comer a los pollos, a tirarle piedras a las palomas con la resortera de su hermano Martín, a llevarle guajes tiernos a su padre a la hora de la comida o acompañar a su madre a la vendimia en el día de plaza.
La camioneta de redilas con los animales llegó al Huamal una semana antes del casamiento. Casimiro presumió a sus vecinos las dos hermosas vacas criollas y los chivos de buen peso que su futuro yerno le había enviado. Estaba satisfecho, los cinco mil pesos ya los tenía en sus manos y se dijo para sus adentros - por lo menos ya recobré los animales invertidos en la boda de Martín, espero que con María el asunto resulte mejor-.
La llegada del ganado aceleró los preparativos en el Húamal. Josefa ignoró las angustias de su hija para no conmoverse, y esquivó sus preguntas con los consejos de cómo cumplir con sus deberes para con su esposo y su nueva familia. Le enseñó a cortarse las uñas, le aplicó polvos en la cabeza para despiojarla y enjundia de gallina en el bajo vientre para quitarle la costumbre de orinarse en el camastro.
Para la niña, los sucesos se desbarrancaron en sentido contrario al milagro que esperaba con tanta intensidad, y el día fatal de su destino, bañada de perplejidad, se dejó llevar. Le pusieron agregados en el pelo para poder colocar los tejidos multicolores, le adornaron la cabeza con la florida corona del sacrificio, y la vistieron con el atuendo igual al que utilizaron su abuela, su madre y todas las mujeres del Huamal. Vestido de novia púber incapaz de esconder lo infantil de su armazón.
Vomitó durante la fiesta y cuando caminó a la casa de su nueva familia, lo hizo aturdida por el dolor de sus pies enfundados en lo que nunca había usado, zapatos. Conoció al hombre que la había comprado, cuando lo sintió desmadejarla en el camastro del sacrificio con sus manos hábidas y su aliento a mezcal. Sin misericordia y sin escuchar sus chillidos de animal herido, le desarmó todos los huesos del cuerpo, para finalmente, abandonarla entre los trapos sórdidos de su desamparo.
Cuando abrió los ojos por la mañana, descubrió que los gallos cantaban diferente, el ladrido de los perros no era el que ella conocía, aspiró el aire y olfateó olores totalmente desconocidos. Se incorporó obligada por el tropel desordenado de su corazón y la sensación estragada de su estómago, un dolor punzante entre sus piernas le trajo a la mente el martirio sufrido horas antes, y volvió al camastro, y lloró otra vez, acurrucada en la zozobra de sus recelos.
Mezti, la esposa de su cuñado Ramón, una indígena de caderas amplias y mirada de lechuza, fue la encargada de adiestrarla en sus responsabilidades: Había que servir los alimentos a todos los hombres de la casa; cocer el nixtamal, sacar el testal de masa en el metate, juntar la leña, ir al río por el agua, lavar la ropa y durante el descanso, tejer artículos de palma para venderlos en el mercado.
Para quitarle lo niña, Mezti la enseñó a bañarse con secretos de mujer, a peinarse la agreste cabellera y trenzarla con primores de filigrana; a utilizar destrezas de adivinadora para conocer sin preguntar, los deseos más ocultos de su hombre, y lo más importante, responder con sumisión embebida de veneración a los maltratos, vejación y golpes.
Una tarde de ascos sin explicación, supo que iba a ser madre. Su cuñada Mezti le explicó el significado de sus malestares producto de las primeras semanas de embarazo, y le informó que Mayolo había estado a punto de devolverla a sus padres y reclamar la dote por no servir para tener hijos.
Nada cambió, el trabajo siguió siendo el mismo. Su escuálida humanidad y su abultado abdomen, provocaban las críticas agrias de las mujeres de la casa y las advertencias de Mayolo —Tienes que darme una mujercita para recuperar lo gastado- le advirtió.
Una noche de vientos helados, la niña se incorporó del camastro dando gritos de dolor empapada en la sanguaza del trabajo de parto. Las mujeres supieron que había llegado la hora del alumbramiento y enviaron a un mensajero a la casa de doña Isidra la partera del Huamal. Las mujeres prepararon lo que siempre preparaban para estos casos.
La hemorragia se hizo incontrolable, la palidez de la niña aumentó, sin que los apósitos de agua caliente y las yerbas del buen parto, reforzadas con velas encendidas a San Ramón Nonato hicieran efecto.
Isidra aconsejó llevarla de urgencia al centro de salud, sólo para enterarse, que dos meses atrás, el médico había abandonado el lugar. Mayolo se obligó entonces, a sacrificar otras dos vacas otros dos chivos, para darle de comer a la gente durante los dos días de funeral.
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Guerra sucia y literatura en Guerrero

Guerra sucia y literatura
Roberto Ramírez Bravo
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En el Tercer Encuentro de Jóvenes Escritores que se desarrolló en Acapulco el mes pasado, una mesa de discusión sobre la literatura guerrerense trajo a cuento una serie de reflexiones sobre las cuales podría seguirse discutiendo durante un buen rato.
En particular, me he de referir a un asunto que ahí se tocó, porque parece ineludible referente: la llamada guerra sucia dentro de la literatura guerrerense. Quédense los que saben, a discutir si ésta última existe o no.
Pero abordemos el asunto de la guerra sucia. Dijo ese día –y se publicó en La Jornada Guerrero, ya el texto íntegro- la poeta Citlali Guerrero lo siguiente: “Pienso que sería un absurdo, por ejemplo, pretender que a 40 años de la guerra sucia en Guerrero, surja un literatura local preocupada por un hecho histórico del que no fuimos partícipes, a excepción del caso particular de Jesús Bartolo Bello, quien es una de las víctimas de esa época”.
No es la única persona que ha asumido tal postura. Se le cita sólo porque es la que está a la mano y, también, por la influencia que sin duda Citlali ha de tener entre los jóvenes escritores.
Hablemos, pues, de la guerra sucia. ¿Qué debemos entender por tal? Se llamó así a la lucha contrainsurgente que el Estado mexicano desató contra los movimientos guerrilleros que tuvieron su auge a finales de la década del sesenta y a mediados de la década del setenta. No sólo en Guerrero, aunque aquí haya sido más cruenta porque hubo pueblos arrasados, sitiados completamente, y hay más de 600 desaparecidos que aún son buscados por sus familiares.
¿Es un hecho histórico del que no fuimos partícipes, a excepción del caso particular de Jesús Bartolo Bello, quien es una de las víctimas de esa época? Por supuesto que esta es una premisa falsa. En primer lugar, hace 40 años comenzó, pero no ha terminado. Basta con echar un vistazo a los periódicos actuales: movimientos guerrilleros vigentes, comunidades sitiadas por el ejército (Las Ollas, La Morena, Ayutla), abusos militares (véanse los casos de Inés Fernández y Valentina Rosendo, violadas por soldados, que se ventilan en la Corte Interamericana de Derechos Humanos), asesinatos (en 2003, Miguel Angel Mesino, a quien se ha pretendido vincular con movimientos armados; en 2009, Raúl Lucas y Manuel Ponce), y desde luego, matanzas esporádicas pero letales: Aguas Blancas en 1995, El Charco en 1998; Barranca de Guadalupe en 2003, donde una familia mepha fue asesinada en un paraje.
Si todos estos hechos recientes no fueran suficientes, habría que acotar que entre 1972 y 1974 ocurrió el acontecimiento más traumático de la historia reciente de Guerrero y del país, con la desaparición de más de 600 personas, muchos de ellos estudiantes de la UAG, unos activistas, otros guerrilleros y muchos, civiles comunes.
¿Debe la literatura recoger esos hechos, o ya pasaron de moda?
La Iliada y La Odisea, por ejemplo, se escribieron tres o cuatro siglos después de los hechos que narran; Carlos Montemayor publicó Las armas al alba, en 2003 y La fuga en 2007, ambas novelas en alusión al asalto al cuartel de Ciudad Madera en 1965; Gabriel García Márquez publicó El general en su laberinto en 1989, con lo que retomaba los últimos días de Simón Bolívar, muerto en 1830.
No parece, pues, la temporalidad, un asunto para definir la vigencia de un tema dentro de la literatura. Más bien habría que pensar en si el hecho histórico de referencia ha dejado o no una huella, y si esa huella merece ser explorada.
En realidad, la guerra sucia en Guerrero es un tema que podría decirse casi virgen, pese a la novela de Montemayor, Guerra en el paraíso, y a otros libros, y tan sigue llamando la atención, que por ejemplo, este año se publicó El general sin memoria, de Juan Veledíaz, pero aun hay mucho qué contar. ¿Qué hay con los 600 desaparecidos? ¿Qué, de su experiencia, de su lucha, del terror a la muerte o al suplicio? ¿Y los guerrilleros, estaban o no estaban ahí? ¿Dónde están Rubén Figueroa Figueroa o Rubén Figueroa Alcocer como personajes novelados? ¿Dónde están las historias de amor, de esperanza o de amargura de los sobrevivientes, de los que aún andan en las cárceles buscando a sus hijos y que tienen fe en encontrarlos porque si ellos están vivo, con mayor razón podrían estarlo sus vástagos, que eran más jóvenes al momento de su detención?
La guerra sucia debería ser un tema para verlo desde el teatro, la novela, el cuento, la poesía, la pintura, la música. A contrapelo de quienes piensan que es asunto pasado de moda, y que incumbe sólo a Jesús Bartolo, hay jóvenes que están descubriendo esa veta, como el artista plástico Luis Vargas Santacruz, quien acaba de montar su exposición Aicus Arreug con ese tema.
En lo que se ha de coincidir, es en que la creación literaria debe ser tal: no tiene por qué ser panfletaria ni de mala calidad, pero lo que no esté en ese supuesto, no está en esta reflexión.
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Sobre la literatura guerrerense


La literatura en Guerrero
Gustavo Martínez Castellanos
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Con este envío quiero responder a un par de lectores que me enviaron sus inquietudes con referencia a la postura de lo que en La Jornada Guerrero publicaron Citlali Guerrero y Roberto Ramírez, para lo cual hicieron llegar sus textos a mi bandeja de entrada.
A grosso modo los tres textos de Citlali giran en torno a sus tremendas dudas. Una de ellas es si existe una literatura guerrerense y para negarlo refiere las literaturas de Europa del este y del ciclo de la postguerra. Más tarde cita las literaturas chilena, colombiana y cubana y postula que “ni siquiera la Revolución mexicana fue capaz de convertirse en tema central de la literatura nacional”. Sin embargo después se percata de su extravío y reconoce: “es complicado hablar de literaturas nacionales”. Entonces empieza a dudar sobre cuál es la pregunta o el tema que está atendiendo; para salir al paso culpa a una abuela suya que “hablaba todo el tiempo de El conde de Montecristo”. Y después culpa a alguien más: a Iván Ángel quien a su vez culpó a los maestros rurales de la mala literatura que se hacía en Guerrero, aunque más tarde se desdice “es relativo culpar a los maestros rurales”. Desvaría un poco más hasta que arriba a otra duda ¿qué pasaba con la literatura en Acapulco?, ciudad importante con nexos con Oriente a través de la Nao que “hacía la mayor recaudación de impuestos para España”. Con lacerante estulticia remata: “¿por qué los pobladores de Acapulco no aprovecharon esta ventaja comercial con países asiáticos y europeos?, ¿acaso entre la mercancía que anualmente llegaba al puerto no venían libros?”
En la siguiente entrega cita a una escritora apellidada Mombelli que hizo un libro en el que relata la apatía de los nativos de Acapulco hacia la literatura y su necesidad de vivir de las riquezas que produce el puerto, antes con la Nao, ahora con el turismo. A todo eso Citlali lo bautiza como la tradición de la indolencia, cuya ruptura –parafraseando a Paz- empezó en 1990, cuando coincidieron en la Escuela Superior de Ciencias Sociales de la UAG unos chavos “que curiosamente no eran nativos de Acapulco”.
En la tercera entrega cuestiona que una literatura guerrerense tenga que tocar temas como la Guerra Sucia porque considera que esos “chavos” –entre los que se encuentra ella- no participaron de esa etapa acaecida hace cuarenta años. Y finaliza alabando a su grupo de amigos de “fuera”: “Pienso que los escritores actuales de Guerrero, están cumpliendo con la producción artística, ganan premios literarios, han publicado fuera del estado, en revistas especializadas de literatura, algunos son referentes de la literatura joven del país, han obtenido estímulos, realizan eventos literarios, insisto están cumpliendo.”
Roberto Ramírez le indica que es necesario tratar el tema de la Guerra Sucia porque es importante para el entendimiento de la historia del estado y con ello se acerca a lo que podría ser una respuesta a las tremendas dudas de Citlali pero no es suficiente. Por eso, y como nadie más lo ha hecho –menos su marido- intentaré resolverle las dudas en este texto.
Citlali debería saber que todo lo que se escribe en Guerrero da forma a la literatura guerrerense, eso incluye los poemas de nuestros maestros rurales y los de los bardos que “se enquistaron en el sistema”. La respuesta viene en su texto: las literaturas de Europa y Europa del este, la cubana, la chilena, la colombiana y la de la revolución mexicana, lo son de los gentilicios que cita, por la sencilla razón de que son emitidas desde ahí y tratan temas locales con parámetros universales. No pueden ser de otros lados.
Citlali ignora –porque quiere- que en Acapulco y en Guerrero no hay instituciones de Arte y Cultura como los hay en otras latitudes. Nuestro estado se formó con la segregación de tres grandes zonas político económicas y culturales bien definidas: Michoacán, el Estado de México y Puebla (hay quienes incluyen a Oaxaca), estas zonas tenían centros educativos y culturales desde los inicios de la Colonia. El actual estado de Guerrero era su periferia y por ello no erigieron ni seminarios aquí, salvo el de Chilapa que fue, durante algún tiempo, la “Atenas del sur”. Citlali no se da cuenta de que en su texto responde al porqué de esa carencia: éramos un puerto de paso que recibía impuestos para España, nada quedaba aquí. Ni gente. Y en la segunda mitad del siglo XX Acapulco fue erigido –sin consultar a los “nativos”- como centro de diversiones. Insisto: los nuevos dueños (también venidos de fuera) no dotaron a la ciudad de institutos de análisis e investigación. Citlali señala a 1990 como la fecha de inicio de la ruptura contra la indolencia de los “nativos”. Y al decir esto no mide ni las consecuencias de su propia indolencia, ni las de su ignorancia ni las de su estulticia porque hacia 1990 la Guerra Sucia empezaba a amainar. Había menos represión. Citlali ignora –porque quiere- la existencia de los cementerios clandestinos, de las ergástulas del Tanque, del casco del hotel Papagayo y de otros puntos urbanos que el gobierno de Figueroa Figueroa usaba para reprimir. Citlali ignora sobre los centenares de estudiantes, líderes campesinos y obreros desaparecidos y muertos también en el sexenio de Ruiz Massieu. Cuando ella llega a Acapulco no percibe una ciudad que apenas se recupera de sus heridas en medio del caos de cada temporada turística, tratando de definirse sin detener su crecimiento ni dejar de enfrentar otros terribles problemas. En el colmo de sus desvaríos ignora que Acapulco es una ciudad con menos de 50 años de existencia. Habla de “nativos” y de los de “afuera” y no se percata de que ella, como muchos otros, vino a estudiar a aquí porque en su lugar de origen no había escuelas de nivel superior. Dice que sus maestros también llegaron de fuera y tampoco se percata de que sus maestros hallaron aquí empleo, hogar y servicios que los nativos erigimos sin negarle nada a nadie. Ni a su marido que viene de un estado “donde sí hay una gran tradición poética”. La ignorancia de Citlali, de su esposo y de su grupo de “chavos de fuera” sobre la historia de Guerrero y de Acapulco es insultante. Por ello sus dudas sobre la literatura guerrerense giran en torno a la nao de China, el turismo, los maestros rurales y el particular espíritu sagrario que priva en su grupito: “ustedes nativos indolentes, nosotros los de afuera, indispensables”. En esa tónica está Ramírez Bravo quien se preocupa por la Guerra Sucia cuando a Acapulco y al Estado debe tratárseles desde todos los ángulos de investigación y en todos sus periodos. Ambos, con sus posturas individualistas abonan la raíz de la pobreza intelectual que nos aqueja. Por ello insisto en el llamado a que utilicen los recursos del pueblo para analizar los problemas de la comunidad, no para que organicen sus tours turísticos de escritores venidos de “fuera” (como ellos), porque aparte de denotar un incurable egoísmo envían señales de desprecio contra Acapulco -y lo que significa- y los acapulqueños. Aún con eso debemos reconocer que esos textos de Citlali y Ramírez son parte de la literatura guerrerense. Su vacuidad, su egocentrismo, la ignorancia que acusan, la pobreza de espíritu que denotan son las características que le dan a nuestra literatura: ganar premios, publicar fuera, Nunca, luchar por un estado mejor en el que los jóvenes no tengan que abandonar –como ellos- sus comunidades. En donde no sólo haya escritores y artistas sino también investigadores.
Ante lo que son ¿qué debemos hacer los “nativos”? Nada. La nuestra es una ciudad de paso y lo sabemos. Algún día también ellos se irán, como todos los que vienen se enriquecen y después se retiran a disfrutar sus ganancias en otra parte. La erección de una cultura local en todas sus expresiones es tarea de los “nativos”; de quienes nacimos aquí, nos sabemos parte de esta ciudad y la amamos porque la conocemos y la entendemos. Esa construcción es lenta pero paso a paso la estamos concretando, los de casa. Nosotros, los “nativos”. Servidos.
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La literatura en Guerrero II
Gustavo Martínez Castellanos
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Con referencia a la anterior entrega con este titulo quedaron algunos puntos referentes a los textos de Citlali Guerrero, publicados por La Jornada que quisiera tratar en este envío. Uno de ellos es que esos textos no sólo se circunscriben a la presentación de las dudas de la autora y la entusiasta exposición de su estulticia. En ellos, aparte de su desprecio a los “nativos” acapulqueños Citali se entrega a sí misma un reconocimiento: “Nosotros, los ‘chavos’ somos los inventores de la literatura en Guerrero. Antes de mi esposo y yo, la nada”. Y es de notar que con esa visión Citlali no sólo se equivoca, también entrega algo peor: exhibe su ambición por el poder. Citlali ignora que desde antes de los ‘chavos’ que comanda –y de los maestros que los formaron-, la literatura en Guerrero no ha dejado de manifestarse. Citlali se centra en la execración de los poetas, tanto de los rurales como de los que “se enquistaron en el sistema”; pero olvida a los narradores y a los investigadores cuya literatura era un reflejo del atraso en que Guerrero se encontraba debido a la profunda e interminable guerra que libraba –y libra- consigo mismo. No me refiero a la Guerra Sucia que es un periodo en que esa confrontación regional tuvo momentos álgidos sino a la que desde el México independiente se ha dado en suelo guerrerense (con algunas variantes pero similar a la de otros puntos de México y de Latinoamérica).
Las guerras de independencia si bien nos liberaron del yugo español dejaron el territorio libre a los caudillos. Algunos, émulos de las guerras santas del Islam, herencia netamente española. Hombres de horca y cuchillo a los que por tradición indígena (e hispana, porque ellos trajeron el nombre del Caribe) fueron llamados caciques. Al cabo de la segunda mitad del siglo XIX Juárez y el puñado de gigantes que lo secundaron hicieron alianzas con estos poderosos hombres regionales; primero para inclinarlos al liberalismo y después para expulsar a los franceses. Su nacionalismo fue varios nacionalismos, porque era regional; a diferencia del de los centros urbanos en donde las clases acomodadas inclusive dieron hospedaje a los soldados extranjeros. Cima de esa suma de caciques a los que la historia ha intentado extirpar de sus páginas surge la imagen de Juan Álvarez, el cacique bueno, (o el buen cacique) que, inclusive, llegó a ser presidente del país. Si Oaxaca se siente orgullosa de ser la cuna del primer indio presidente constitucional de un país latinoamericano; Guerrero, por lo contrario, no se ha sentido muy orgulloso de ser la cuna del primer –y único- cacique que ha llegado a la presidencia de la república. La tradición de Juárez murió con él. La de Álvarez, no. Seguimos siendo un pueblo que admite adalides, hombres “fuertes”. Caciques. Álvarez era un hombre de su tiempo. La leyenda lo encubre desde la independencia. Su arrojo fue decisivo para el triunfo de la república. Su inteligencia originó un espacio geofísico y cultural. Dejó un modelo político que funcionó bien mientras los liberarles juaristas –los que quedaron de la purga posterior- pudieron sostenerse en el poder. Después, Díaz, ya en la presidencia, los combatió y los sometió. Al abrir las puertas al “orden y progreso”, fue acorralándolos. Ello explica por qué en 1893 Canuto Neri y después, en 1901, Rafael del Castillo, se levantaron en armas contra Díaz cuando impuso otro gobernador. Aún así el orden caciquil se había amoldado al porfirismo: vinos nuevos en viejo odres. La distancia, nuestra accidentad geografía, la carencia de institutos de altos estudios (inclusive los que la Iglesia había erigido en otros puntos) y la apertura de nuevas rutas comerciales durante la etapa de expansionismo norteamericano dejaron intacto nuestro rostro regional. Contra eso Juan R. Escudero se inclinó por la libre competencia y el moderno –y eficaz- sistema económico que observó en California mientras estudiaba allí administración de empresas. Cuando quiso implantarlo en suelo guerrerense, el caciquismo local, ahora en manos de familias españolas, se lo impidió. Lo mataron. También a Vidales. Y a todos aquellos que no admitieron que la revolución había terminado y que continuaban luchando con otra visión para sus regiones.
El PRI adoptó al caciquismo como sistema de gobierno en Guerrero: inamovible, patriarcal, feudalista. Ante el pesado aparato de lealtades y compadrazgos que ese sistema secular usaba como medio de control social, la modernidad llegó a Guerrero y con ella los adelantos tecnológicos. Acapulco descollaba como el centro turístico nacional. Surgió más prensa. Novísimas instituciones. No es gratuito que el estallido de la guerrilla en Guerrero se diera al momento en que otros visionarios implantaran aquí la universidad. Por fin una escuela de estudios superiores. El gobierno quiso imponerle su control. Por eso tampoco es gratuito que los principales caudillos contra esas imposiciones hayan sido maestros rurales, sí. Y egresados de Ayotzinapa. Ellos iniciaron otro momento culminante de aquella lucha contra las formas más inhumanas del caciquismo durante los sesentas y setentas. Acapulco se llenaba de gente de todas partes y a nadie se le ocurrió erigir una escuela de artes y oficios. O tal vez sí, pero el gobierno no tenía interés en darnos instituciones para pensar; necesitaba meseros, camareras, cajeros y prostitutas en la costera. O en la zona roja. En donde sea, para que los turistas dejaran aquí sus dólares a cambio de todo el placer que pudieran obtener. ¿En qué momento alguien podía haber pensado en la poesía?, ¿en una literatura que intentara aunque fuera en su forma semejar a las propuestas universales?, ¿cómo? En Acapulco, Chilpancingo, Iguala, Altamirano y otros centros “urbanos” estatales, había miedo. La guerrilla secuestraba y ajusticiaba a personajes representativos del poder. El gobierno respondía desquitándose con el pueblo. Había razzias, detenciones, tortura. La UAG estaba abandonada. El gobierno le quitó los recursos económicos, la rodeó de policías y espías. La prensa palaciega satanizaba a quienes disentían y desplegaba planas a colores de la socialité en la que sobresalían nobles europeos. (Quizá ellos sí pensaban en la poesía. Tenían todo). En respuesta, surgieron periódicos clandestinos, panfletos, desplegados, pintas y mantas en todo el territorio señalando su rechazo a estos gobiernos represores. Esa era nuestra literatura y la de los maestros rurales y la de los pocos escritores que también escribían sobre temas rurales, (vienen a mi mente La Barbasca y Debe amanecer). Pero también había libros que alababan al poder, Armando Pedraza hizo muchos y hoy son documentos que cualquier estudioso serio de nuestra literatura regional tiene que tomar en cuenta. No había premios, ni becas, ni revistas especializadas. En Guerrero había represión, muerte. La miseria extrema al lado de la opulencia palaciega de los hoteles y las residencias de lujo neoclásico, deudor directo de la pagana Roma. Largos convoyes del ejército custodiaban el “orden y el progreso”.
Cuando Citlali y su esposo llegan a Acapulco CONACULTA ya ha sido formada y opera a todo lo que da. Hay, por todas partes, concursos y talleres. Se puede decir que es un momento cultural coyuntural. La mesa estaba puesta. El PRD iba a la alza. Y todo mundo olvidó a los maestros rurales que lucharon por eso y por más. Pero también hay quien no olvida sino que execra a esos maestros y desprecian la historia de su estado. Su centenaria lucha, inclusive contra el arielismo: no, en Guerrero la pugna no es entre “civilización” y “barbarie” –creo que en ningún lado lo es-; es entre el ser ante la historia y la Historia. Pero ese tema es tan profundo como éste y hay que analizarlo con otra perspectiva, sólo quiero adelantar que nuestro actual territorio –que posiblemente fue cuna de las civilizaciones olmeca y teotihuacana-, se encontraba vacío al arribo de los españoles. Sus repúblicas de indios eran tan pequeñas que no se levantaron ciudades, ni industrias que merecieran conventos, ni institutos de educación superior –como en Michoacán, Estado de México, Puebla y Oaxaca-. Y después de la Independencia, la Reforma, el Segundo Imperio y la Revolución volvimos a quedar aislados (es curioso pero cierto: el único periodo en que estuvimos conectados al centro del país –aunque fuera una vez al año- fue la Colonia), por eso, al arribo de la modernidad, Acapulco y Taxco se encontraban como esos mundos perdidos de ciertas literaturas fantásticas: intocados. Pero nada de eso lo pedimos nosotros. Eso nos tocó. Esa es nuestra historia. Ignorarlo o negarlo es negarnos.
Y tan lo es, que ahora, después de todo ese devenir, en un momento también coyuntural una pareja de arribistas intenta levantar un nuevo cacicazgo. Uno cultural que les reporte tanto poder político cultural como económico. El reconocimiento que Citlali se entrega a si misma y que no pudo ocultar en sus textos tiene como fin decirle al mundo que si alguien merece todos los recursos para el área de la cultura en Guerrero es ella.
Pero no sólo sus textos dicen eso, también su praxis: frenética, hiperactiva, con un fuego abrasador interno que le ha levantado una leyenda negrísima, va de funcionario en funcionario y de gobierno en gobierno pidiendo y ofreciendo. Levantando sus castillos de fuego de artificio, iluminando el rostro ambicioso de los políticos modernos que saben del poder de seducción que los grandes espectáculos ejercen en la masa: el circo romano.
Así, sin revisar ni la historia, ni los recursos de las regiones ha convencido a diversos gobiernos de erigir ferias y fiestas y encuentros y aparatosos eventos en los que las socialité regionales –otra vez- se reúnan a lucir sus nuevas joyas y prendas y el pueblo mire desde afuera con el rostro encajado en las herrerías de las vallas de protección.
Algunas de sus delirantes ideas han sido, en Acapulco, el inútil centro de las Artes, el ostentoso festival de la nao y los insultantes encuentros de su esposo Jeremías y su amigo Toño Salinas. Chispazos cargados de espectacularidad en que artistas e intelectuales son exhibidos en su quehacer creativo o analítico unos días y sólo ellos se entienden porque el pueblo carece de instrucción al respecto. Mucho dinero, prensa complaciente. Brindis y charlas de altura en restaurantes ad hoc. Después de eso los grandes artistas se van a lo suyo y los que empiezan, prohijados por esta voraz pareja, esperan la próxima invitación para volver a ser usados como telón fondo. ¿Y el pueblo?
Parte de este esquema -que con otros fines se encuentra signado en los reglamentos de las instituciones de apoyo a la cultura- está siendo utilizado no para generar investigación, creación y exhibición de la obra local y, para que a la larga, Guerrero progrese; sino para que el dinero y el poder político cultural recaigan en esta pareja. La emisión de ese reconocimiento a sí misma; la cita “los muchachos están cumpliendo, ganan premios, escriben fuera” no es el justificante del trabajo realizado, es la constatación del temor a una crítica ajena y de otro nivel a todo lo que hacen con el dinero del pueblo. O una forma de adelantar que un cacicazgo así, aún burriciego y ladino, sería correcto.
Esa es nuestra historia. Los escritores que invitan no la conocen. Y es posible que nunca la conozcan si las instituciones, la prensa, los políticos voraces y los funcionarios corruptos continúan apoyando este esquema vergonzante y espurio.
Es urgente erigir instituciones de investigación, análisis y enseñanza de arte y cultura en Acapulco y en todo Guerrero. Instituciones libres, no bajo la férula de la universidad que hoy es el epítome del caos. La literatura en Guerrero no es nueva; los caciques la han mantenido envejecida. Maniatada. Escupida. Es trabajo de los “nativos” liberarla. Y en eso estamos.
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